Conversor de Monedas

sábado, 18 de octubre de 2008

Adios a Manolo Martinez (El Señor de los Cuentos).


Se ha ido una persona que es parte importante de mi historia personal.
Este vecino mío en Cuba tenia un don especial, conversar con él era impregnarse de Cultura y alegría.
Una vez se hizo un homenaje al Amor en Camaguey y le regale un cassette de poesias mezcladas con canciones que hablaban acerca del tema de la poesia.Ese cassete fue puesto antes y en el entremedio del espectáculo y fue todo un éxito.Senti mucha alegria por Manolo pues era poca la alegria que le habia dado ante la alegria constante que el nos regalaba.
Otra vez estaba yo en la conquista de una hermosa muchacha de nombre Wendy y diseñe un hermoso ramo de flores en forma de corazon y manolo me invito a que fuera a su peña para que se lo entregara alli.Menuda sorpresa me lleve cuando Manolo aparecio haciendo toda una historia sobre Wendy y Peter Pan con tanta vitalidad y amor que cuando termino y dijo : Wendy aquí esta tu Peter Pan señalandome a mi, el local se vino abajo en aplausos.Gracias a vos Manolo quedé como un Rey.
De ahora en lo adelante en el mas alla llenaras de alegria a todos los que te acompañen y contaras esos cuentos como tan solo tu sabes hacerlo.
GRACIAS MANOLO MARTINEZ।


"El contador de historias"

Por: Jesús Lozada (tomado de www.habanaradio.cu)
Para Luciano, Verónica, Alejandro, Alina, Niquitín, María Magdalena – la alemana-, Anamari, Marianegsis, Ileana, Miguelito, Manolo, y yo।


Hace veinticinco años. Nunca nadie nos presentó. Estaba sencillamente ahí. Siempre. Desde siempre como el trazo tortuoso de la ciudad, la cruz fundacional, las iglesias, los conventos, los adoquines, el rectángulo mágico de San Juan de Dios, las Cuatro Esquinas del Ángel, Los Comandos, el Parque Agramonte, el Árbol de la República y el Casino Campestre, el comercio, la esquina de la Babita y él. Yo creo que fue en la Babita donde por primera hablamos, seguramente le dije algo así como – ¿Usted es el último? Y él no debe haber respondido normalmente. Un aletear de manos, una carcajada y unas inconfundibles palabras de doble sentido me tienen que haber venido encima. No recuerdo nada más, por esa época andaban por ahí cada personajes que le desviaban la atención al más centrado de los humanos y yo nunca he sido uno de ellos. Seguramente me entretuve escuchando el discurso de aquel personaje fornido y blanco en canas que explicaba la Teoría de la Relatividad con precisión esquizofrénica, o los Rosacruces que hablan de teosofía, o los viejos que añoraban una ciudad espléndida y solidaria, muerta por obra de quien mandó a parar la diversión, donde nunca discriminamos a nadie, al menos en público, y que sujetándonos a las buenas maneras atendíamos a los negros con corrección y pulcritud aunque después que se hubiesen marchado, con estruendoso gesto, lanzáramos a la basura todo cuanto ellos hubieron tocado, pero claro que está no era por racismo sino por seguir una tradición ancestral. Nosotros somos muy tradicionales. Eso, seguramente fue así, pero no tengo la certeza. Ahora mismo estoy fabulando. Él siempre dijo que yo tenía demasiados pajaritos en la cabeza. La cosa es que éramos amigos desde hace muchos años. No recuerdo cuantos, pero sé que son muchos. Me confunde la cifra posible y todo es por su culpa. En una de esas muchas crisis por las que deambulamos los cubanos me hizo una fiesta de cumpleaños muy espacial. Soy un isleño raro y un principeño de larga estirpe, luego entonces no como pescado, lo mío es la carne de vaca, el ajiaco – que no esa aberración llamada caldosa-, el matajibaro y el tasajo de caballo – si es de Montevideo mejor-. - De eso nada monada, la caña está a tres trozos y el central… intervenido. Tilapia es lo que hay. ¡Lo tomas o lo dejas! Para mi desgracia la tomé. Después de eso me aficioné a la tilapia. Ese bicho absurdo y hediondo, que sabe a tierra aunque usted lo vista de seda como a la mona, en sus manos era la gloria. Primero la metía en leche por un día, después al otro la adobaba y por último le colocaba una lasca de jamón, otra de queso, la pasaba por huevo y por pan, la freía, y la servía. Las preguntas claves en aquella época eran de dónde él sacaba los ingredientes y cuál era el adobo secreto o si el secreto de matar lo telúrico consistía en la leche… - Niño, tu que sabes tanto, ¿qué cosa se echaba Cleopatra en la piel que se la rejuvenecía y le quitaba la tierra? ¿No era leche? Fíjate bien que los muchos maridos de esa señora nunca dijeron que ella supiera a tierra. Por algo sería. Y se armaba el relajo, pero nadie pudo realmente saber cual era el misterio que él escondía. Pero su único misterio no era sólo la fórmula para hacer que la tilapia supiera como manjar de griegos. Su principal misterio era la alegría. Esa noche comimos Carlín Galán, él y yo. No quería moros en la costa. Después de la cena, con café oriental incluido, vino un roncito de recia mansedumbre y mi regalo. - “Siéntate que te voy a contar el cuento de mi vida, con pelos y señales.” Y comenzó a contar, y me lo dijo todo. No me pidió que se lo narrara a los demás, que lo escribiera. En el fondo siempre supo que la eternidad es un segundo. Por eso lo recuerdo cuando empezó a cantar, vestido de Pedrito Rico sin lunar o al menos yo no lo vi. Es muy probable que lo tuviera y hasta que en la foto apareciera una perrita pequinesa, pero no, no se me grabó nada de eso; es que él hablaba muy rápido esa noche. Y sus años de cabaret, donde había muy mal ambiente y una recua de locas malditas y sufridas que se enfrentaban entre ellas en una verdadera guerra campal de polvos de brujería mientras él se refugiaba detrás de un libro. Entre locas, bailarinas, paité y lentejuelas leyó Cien años de soledad. Yo siempre lo dije: el Gabo sirve para todo. Después saltaba del cabaret de la calle Príncipe al Cabaret Caribe, en una máquina de alquiler con un vestuarista que durante el trayecto lo desnudaba con maestría absoluta y lo volvía a vestir hasta casi empujarlo del vehículo al escenario. Me habló de cuando conoció a Aida Diestro, cuando cantaba para los profesionales e intelectuales y cuando Orlando Quiroga empezó a hablar de él en los periódicos de La Habana como si fuera el mejor showman de Cuba. La farándula era tremenda, había de todo como en botica, tanto había, que cuando estaba llegando a la consagración un pobre diablo lo denunció y terminó en las Unidades de Ayuda a la producción. Ahí se detuvo y contó un cuento tragicómico que alguna vez contaré, pero hoy no. Al año regresó a la ciudad, pero ya no al cabaret. No cumplía los parámetros. Fue a parar a una carpintería de los Ferrocarriles y de ahí a una oficina. Se hizo contador. Y estuvo sin contar nada como veinte años. O mejor, cantaba en los carnavales de los pueblos de campo, de los bateyes de los centrales azucareros. Sus amigos le conseguían aquellas “funciones” para que no se le atragantaran las notas musicales en el pecho. El sonreía y esperaba. Un día se fue a un taller de Narración oral, el primero de los muchos que he dado en mi vida. Me dijo que iba “para aumentar su bagaje cultural”. Yo sabía que iba para hacer bulto porque los dos estábamos seguros de que nadie iría a escuchar a un principiante que tenía sueños abundantes y magras experiencias. Pero el taller se llenó de curiosos y él siguió asistiendo con puntualidad absoluta. Al final, sin que nadie lo esperara, contó un cuento de Fausto Masó, sangriento y terrible, que narra una carrera de automóviles en la que uno de ellos se sale de la pista y salta sobre el público. El calor de la sangre, el asco, el terror, me vino encima, Yo temblaba. Temblaba frente a sus palabras porque en la azotea de la casa de Ana María García Pérez no hubo nunca una carrera de Fórmula 1. Ahí nació él contador de historias. Lo demás vino después. Empezó a hacer La Peña del Brocal conmigo, gestionó nuestra primera gira a la ciudad de Bayamo, y de regreso se separó y se hizo la La Peña de los Sueños. La fundó en el único lugar con piano que le dieron, tenía sesenta butacas y una enorme puerta de corredera con la manía de abrirse y de cantar un promedio de cuatro veces en cada cuento. Empezó a venir mucho más gente, unos atraídos por él, otros por Aldrovandris Rodríguez y unos pocos por Pompa el pianista, que era buenísimo pero que para entonces nadie conocía. A mi no me gustaba su peña y mucho menos me gustó el otro espacio que gestionó y que duró muchísimos años. Yo tengo un sentido muy distinto del suyo de lo que son las artes de la palabra, pero nadie más fiel que él a su credo. Lo sostuvo, lo hizo crecer y perfeccionar, lo dotó de nuevas aristas, lo hizo popular y lo que es mejor lo convirtió en algo útil, inseparable de la ciudad. Entonces me quito el sombrero. A finales de los ochenta me fui de la ciudad. A contar cuentos regresé tres veces, quizás cuatro, pero no estoy seguro. En casi veinte años nos vimos poco, pero siempre que nos vimos fue una fiesta. Hace unos meses me invitaron a participar en un festival que el proyecto EjO, el de Omar González y Julio Hernández, organizó en homenaje suyo. Fui a despedirme de él, el cáncer lo mordió un día en la calle cuando regresaba de una actuación, le faltó el aire, le dolió la vida, sudaba mucho, y primero los médicos pensaron que era el corazón – es que ellos son sólo galenos y no saben que a un cuentero el corazón no le duele sino que le explota -. Le hicieron unos rayos x y vieron que sus pulmones se ahogaban bajo un mar y recordaron a su maestro el Dr. Paisán que siempre decía que debajo del agua estaba el cangrejo. El festival fue hermoso. El hizo un esfuerzo extraordinario. Me sentí muy orgulloso. Él contó como sólo los buenos saben hacerlo. Regresamos juntos al brocal y fue conmovedor verlo en lugar en el que había nacido despedirse. Le hizo un homenaje a Emilio Ballagas, que era como hacérnoslo a todos. Terminó con la Elegía a María Belén Chacón. El llanto de su guitarrista se pudo escuchar por debajo de los arpegios. Mi llanto dura hasta hoy. Pero lloro y me desternillo de la risa. Es que él tenía la capacidad de llevarnos de un lado a otro sin que nos diéramos cuenta y aún la conserva. No sé si Camagüey descubrió, démosle tiempo a que descubra, que ha perdido parte de su voz. Pero eso no es importante, lo realmente importante es que Manolito Martínez ya no está. El y yo tuvimos en marzo de este año, en su casa, una buena conversación. No dijimos nada, no pedimos perdón o agradecimos, no pasamos balance a la vida. Tuvimos una conversación trivial, cotidiana, una de esas que sólo tienen gente que se quieren mucho y se conocen mejor.


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